Proteger la Humanidad. Educar entre la fragilidad y la resiliencia

Nuestra época se caracteriza por profundas y rápidas transformaciones que afectan a las dinámicas sociales, culturales y políticas, generando incertidumbres y tensiones. Fenómenos como la globalización, las crisis económicas y medioambientales, la aceleración tecnológica y las migraciones masivas han redefinido los límites de la convivencia humana, exacerbando a menudo las desigualdades y la discriminación. En este contexto, la violencia, la intolerancia y la exclusión se manifiestan con renovada intensidad en múltiples esferas de la vida cotidiana, incluido el contexto educativo. Por ejemplo, la propagación del discurso del odio, las prácticas discriminatorias y la dificultad de construir espacios de diálogo y confrontación son cuestiones que exigen una profunda reflexión pedagógica.

Al mismo tiempo, es necesario destacar cómo la fragilidad humana,
a menudo percibida como un elemento de debilidad, puede reconsiderarse como una oportunidad educativa. La fragilidad, de hecho, no es sólo una limitación, sino un punto de partida para construir vías de resiliencia y concienciación. En este sentido, educar para la resiliencia no significa únicamente proporcionar herramientas para hacer frente a las dificultades, sino también promover una cultura de empatía y reconocimiento mutuo. La resiliencia puede definirse, según Rutter (1987), como el polo positivo en las diferentes respuestas de los individuos ante una adversidad, y debe considerarse como un efecto de la interacción entre el individuo y su entorno (Oliviero Ferraris, 2004; Rutter, 2006). Cyrulnik (2008) definió la resiliencia como “la capacidad o el proceso de afrontar, resistir, integrar, construir y conseguir reorganizar positivamente la propia vida a pesar de haber experimentado situaciones difíciles que sugerían un resultado negativo” (p. 23).